Nadie es perfecto, la justificación más extendida para maquillar un
error.
Nuestra imperfección es un incentivo pesado, pero sin ella,
seríamos simples, carentes de evolución; son los errores lo que nos
invita a mejorar.
Si te enamoras y sufres, medirás con cautela tus
próximos latidos. Si intentas algo y fracasas, tienes dos opciones, o
intentarlo de nuevo con más fuerza, ingenio, o darte por vencido.
Por
la boca muere el pez, cierto, nuestras palabras, en ocasiones solución y
en otras artífices de situaciones embarazosas, en esto importa más el
¨cómo¨ que el ¨qué¨.
Podríamos añadir equivocarse a los instintos
humanos, al fin y al cabo, todos lo hacemos, al igual que respiramos o
comemos.
De todas maneras, esto es demasiado relativo, los errores en
muchas personas inducen miedo, miedo a que sea reiterativo, en otras
causa impotencia, bloqueando sus éxitos a base de rabia, ya sabéis:
tropezamos dos veces con la misma piedra, sí.
Y por último están
aquellos que se motivan, llamémoslos perfeccionistas (elegante palabra) o
cabezotas (más ruda) incansables, persiguen su objetivo, sin importar
las veces que caigan, desde el primer error. Saben un camino más que
no deben tomar, es decir, aprenden a equivocarse, y con certeza digo,
que es una gran lección.
Madurar lleva adosada, la palabra caer ¿acaso
alguien aprendió a caminar manteniendo las rodillas ilesas?
En
conclusión, no hay que temer a los errores, tampoco adorarlos, simplemente
respetarlos como parte de nuestra naturaleza, y aprovecharnos de ellos como fuente abundante de lecciones.
Te equivocas, luego existes.
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